Contra viento y jejenes,
molido el cuerpo
diviso insomne desde mínimo iglú
de qué suave modo
la bahía desnuda su esplendor
sobre barcas y cerros.
Es la increíble cita de poetas y teatreros,
músicos, pintores,
cineastas sin película,
marginales del abismo y arrieros del mar.
Expuestos al silencio,
niños absortos
van y vienen entre damas provincianas.
("¿En qué estás pensando, madre,
que mi mirada no te alcanza?")
Sobre un fondo de fogatas y guitarras,
fulgores del cordaje,
una estación espacial nos observa.
A ras del mar sobrevuelan
aguas dominadas del Pacífico
pelícanos, tijeretas y fragatas.
Navegan sombras de la madrugada.
Bajo arena y lodo,
junto a almejas y conchas,
acecha la mantarraya.
Al paso de las pangas
ráfagas de aves se dispersan
y vuelven a reunirse
en los islotes.
Alfombradaas de guano de murciélago,
las altas grutas conservan soles
y cuadrículas punteadas
de estuco blanco.
Por los cerros deambulan jabalíes, pumas y asnos.
La noche que se va no es templo
sino universo abierto
y el lenguaje planetario
se despliega
en variadas singladuras.
El lucero del alba
hiende en dos al océano
que la luna abandona,
cuando la mítica burra plateada
se recluye en el monte,
entre rocas y abrojos,
a preservar el aura.
Los plebes pintan sus sueños de papel
y los cuelgan como ropa en tendedero.
Cacú cincela piedras de enigma
con oficio de maestro hojalatero
y la poesía fragua,
aquí y allá,
metáforas agrestes.
Lejano ronroneo de lanchas,
estelas en la red del tiempo.
En las tiendas de campaña
unos roncan todavía,
otros guisan desayunos.
Los cocineros preparan el zarandeado.
Un pescador me enseña su primer poema.
Eduardo Lucio Molina y Vedia (2004), Río mar adentro, Floricanto.
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